Europa parece
una de esas pateras insolidarias
en las que se arroja a los enfermos por la borda. En los lugares privilegiados
de la embarcación viajan Merkel y la troika, que deciden sobre la vida de unos
y de otros sin más criterio que el de su propio beneficio industrial. Alegan que han
invertido lo suyo en fletar el bote y están dispuestas a recuperar la inversión
a cualquier precio. Si sobra el 50% de los jóvenes españoles, griegos o
portugueses, se les hace saltar al agua y que se busquen la vida como puedan.
Si los ancianos empiezan a representar una carga excesiva, se les recortan
las pensiones y se les retira la asistencia médica, lo que viene a ser un modo
de arrojarlos a los tiburones. “Este país del sur tiene fiebre”, grita uno de
los capataces. “Pues mandadlo a la mierda”, responde desde proa un fondo de
inversión. “Aquí tenemos a un tetrapléjico
irrecuperable, un inútil que
cobra en concepto de no sé qué ley de dependencia”. “Dádselo de comer a los
peces”, ordena un jefe de departamento de Juncker abanicando a Lagarde.
Tras el
triunfo electoral, en Grecia, de Syriza, nadie se ha preguntado por el futuro
de los ganaderos, los agricultores, los científicos, los electricistas, los
médicos, los arquitectos, los envasadores de carne, los profesores de enseñanza
media, los técnicos de laboratorio, los pensionistas,
los estudiantes, los
torneros…, la gente, en fin, que produce bienes o servicios de primera
necesidad, la gente que trabaja. Nada de eso, la cuestión, aseguran todos los
analistas económicos, es cómo reaccionarán las mafias financieras que han
fletado el cayuco (dotándolo, eso sí, de algunos camarotes de primera para sus
amigos) del que usted y yo no hemos sido expulsados todavía de milagro.
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